16 de diciembre de 2009

Pasión y moral

No tengo respuestas, sólo preguntas. ¿Hay verdad en el deseo?, ¿hay verdad en el deseo cuando éste surge de la carencia? La cuestión me atormenta en estos días. Junto con otras: ¿Cuándo el deseo se vuelve lujuria? ¿Puede ser lo ilícito un ámbito que genere algo más sólido que ilusión pasional? ¿Qué tan válido es tomar decisiones morales a partir de lo que dicta el cuerpo? Oscar Wilde, con su genial encanto, nos dejaba sin salida ante estas cuestiones: “Dios castiga al hombre de dos maneras: negándole sus deseos y concediéndoselos”.

Supongo que mis dudas tienen que ver con cómo sobrevive o no la moral frente a la pasión. De pronto concibo la relación entre ambas como la de una telaraña sometida al viento. Poco a poco la pasión con su fuerza irrefrenable va creando pequeños orificios, huecos, a manera de poros, como si la moral fuese una piel a la cual la van atravesando un montón de dudas, sensaciones aparentemente profundas: es el deseo. ¿La erosión tiene fin? ¿Puede reconstituirse aquella membrana que nos daba dirección en el mundo, o algún sustento al menos?, ¿La pasión es un hueco, es un vacío? ¿Surge acaso del vacío? Clarice Lispector describe el asunto con la metáfora de la construcción que se desploma: “Como en un edificio donde, de noche, todos duermen tranquilos, sin saber que los cimientos fallan y que, en un instante no anunciado por la tranquilidad, las vigas van a ceder porque la fuerza de cohesión está lentamente disociándose un milímetro por siglo”.

Y claro, perderse por una pasión siempre es taquillero, puede elogiarse la insensatez de quemar naves, la maravilla de dejar todo el ayer, se trata de un vértigo a veces irrefrenable que nos saca de nosotros, nos vuelve otros, nos muestra un rostro diferente frente al espejo. El asunto es que puede tratarse de un reflejo banal, una máscara a su vez, una ilusión, y entonces, ya tarde, nos damos cuenta cómo el vértigo nos llevó al extravío insano, al daño gratuito. Por supuesto, estoy divagando. Quizá lo que busco decir es que el deseo no debería excluir la moral de por sí, que en todo caso el deseo debería volverse una pasión moral. Sólo así seríamos capaces de asumir las consecuencias de nuestros actos, cuando adquirimos claridad sobre los valores que elegimos y sustentamos (sean éstos los que sean). Hay que hacerle caso a Chesterton: “Sostengo que un hombre debe estar cierto de su moralidad por la sola razón de que ha de sufrir por ella”.

15 de diciembre de 2009

De la conversión

Necesito encontrar una forma de lidiar con el mal. No el mal de los otros, que se halla disperso alrededor, fuera de uno, a veces cerca o lejos; sino el mal propio, el que uno carga al interior: el rencor, la venganza, la traición. En mi caso tiene que ver con las cargas del pasado, los actos inconsecuentes, la culpa. Quisiera saber cómo se logra sanar ello. Quizá por eso me ha rondado tanto en los últimos meses, pero sobre todo en estos días, la idea de la conversión, acaso porque se trate de una forma de redención y perdón. La posibilidad de ser otro o recobrar aquello que fuimos. No es que uno deje del todo de ser quien fue, pero pareciera que cuando la inocencia se quiebra, se vuelve necesario, en algún momento, recobrarla de algún modo.

Obviamente no estoy hablando aquí del mal radical, aquel que emana de la voluntad fanática y consciente de destruir al otro simplemente por ser diferente. Me refiero al mal íntimo (que acaso no es uno sólo, pero cada quien poseemos), hablo de esos lados oscuros, destructivos, quizá demoniacos. Justo creo que, en principio, parte del camino está en no demonizar aquello que existe en uno mismo. “El primer paso a la esperanza es el reconocimiento del horror” escribió Heiner Müller. Y el horror no son los otros (como creyó Sartre); el infierno es uno mismo y para lidiar con él supongo que hay que aprender a amar las propias tinieblas. Dejar la superioridad moral de lado y comenzar a darle otra carga a los actos que uno mismo considera viles, despreciables o repugnantes en los otros, pero que cualquiera somos capaces de cometer en circunstancias determinadas. Entender que la equivocación y el desvarío son pesadas cargas, pero a fin de cuentas cargas humanas, que el mal es una pulsión negativa pero vital, un principio oscuro y quizá por lo mismo movilizador. Quizá sólo a partir de ahí puede comenzarse a afrontar el mal cometido y empezar a buscar puertas que nos saquen del averno.

¿Cómo definiría mi infierno personal? Quizá con otra pregunta: ¿cuánto se puede vivir escondiendo algo que pesa o avergüenza? Alan Pauls hablaba en una ocasión sobre el síndrome del impostor: el temor a ser desenmascarado, a ser descubierto. Eso es algo que tuve mucho tiempo. Sé que al principio el ocultar una parte de la vida puede ser hasta emocionante, pero con el tiempo deja de serlo y se vuelve cruda tortura, desazón, desencanto de uno mismo. Y claro, todo lo que se oculta resurge como síntoma: una mueca en la mirada, luchar contra el renacido insomnio, prender sencillamente un cigarrillo –señales casi imperceptibles, pero contundentes. ¿Cómo hacer para no multiplicarlas y acumular una sobre otra?

En su Diario de duelo, Roland Barthes se pregunta si el duelo que vive por la muerte de su madre constituye una enfermedad. “¿De qué quieren que me cure? ¿Para encontrar qué estado, qué vida?”. En una anotación se responde que no se trata de volver a ser el mismo, de restituir la salud perdida, sino que se trata de dar a luz a un ser moral, a un sujeto de valor, a partir de la experiencia vivida. Sus palabras me remiten de nuevo a una noción religiosa: la clave no está en ‘recuperarse’ y ‘superar’ el pasado, sino en resucitar, en volvernos otros. Otra vez la idea de la conversión. En San Juan 14,3 se enuncia así: “Quien busca renacer, resucita”.


Hay muchas historias de conversión que llaman mi atención. Las que me vienen a la mente ahora provienen del cine. En La misión de Roland Joffé, un cazador de esclavos, el capitán Rodrigo de Mendoza (encarnado por Robert De Niro), cumple una penitencia por haber matado a su hermano, a causa de una traición filial. Todo ocurre en el siglo XVIII, durante la época de las reformas borbónicas, cuando los jesuitas estaban por ser expulsados del imperio español y a las Misiones les llegaba la hora de la desaparición. La escena en la cual el traficante de esclavos arrastra un bulto que contiene su armadura y sus armas, en medio de acantilados selváticos y lodosos, hasta llegar a la Misión en que se refugiaban los indígenas guaraníes, resulta muy simbólica. Cuando parece que recibirá como castigo la venganza de uno de los indígenas (anteriormente víctimas predilectas de Mendoza para el comercio esclavista), en lugar de ello el guaraní corta con el cuchillo el bulto que viene cargando: es el otro el que literalmente lo libera del peso de su pasado y de sus culpas. Con el tiempo el ex mercenario se volverá padre jesuita.

Muchas otras historias de conversión no eclesiástica resultan atractivas por el tratamiento tan sutil que plantean sus directores, sobre todo pensando que en todas ellas la voluntad de cambio ocurre en situaciones límite. En La vida de los otros de Florian Henckel, un espía evita delatar a quienes según la moral del régimen ejercen actividades subversivas. La razón: lo han cautivado justo esas pasiones sediciosas (la literatura, la música…), a grado tal que termina, de algún modo, recibiendo el castigo que les habría correspondido a los que protege. Algo similar ocurre en una hermosa película de Eytan Fox, Caminando sobre el agua, donde la conversión surge de la amistad y es doble (de ideología política y de preferencia sexual), y en donde a la memoria del Holocausto judío se le otorga una alternativa de solución redentora, no basada en la venganza o la lógica de la victimización. Por otra parte en la opera prima de Nicole Kassell, The Woodsman (tan mal traducida como Un crimen inconfesable), la conversión se da en una escena que deja al espectador al mismo tiempo perturbado y conmovido: a punto de reincidir, un pederasta se detiene ante el relato de una niña que está dispuesta a satisfacerlo… como lo hace con su padre. Es en ese preciso momento cuando la conciencia del mal provoca la conversión.

Supongo que escribo esto para convencerme de que uno puede recobrar paraísos extraviados, para decirme que es posible volver a casa. ¿Cómo saldar las culpas, entonces? ¿Cómo lidiar con ese pasado en que padecí el síndrome de la impostura? Hay una escena recurrente en las películas de Wong Kar-Wai que me parece fascinante y acaso ofrece alguna respuesta. Tal escena, en todas sus variantes, sintetiza buena parte de su propuesta estética: un hombre con un secreto inconfesable debe ir a un lugar sagrado (las ruinas de Angkor Vat de Camboya en Deseando amar, el faro de Ushuaia al sur de Argentina en Happy Together o ese lugar ficticio en el que se recuperan los recuerdos perdidos en 2046) para dejarlo ahí, liberarse del secreto, no necesariamente contándolo al mundo. Me parece que hay una ética de la discreción en eso. Para Wong Kar-Wai, la búsqueda de redención es religiosa, no psicoanalítica: soltamos el lado oscuro del pasado a través de la confesión privada y el llanto liberador, y en esa experiencia el futuro reverdece.


René Char lo dijo a su manera: “Mantén cara a los demás lo que a solas te prometiste. Allí está tu contrato”. Cuando se vive una tristeza profunda derivada de secretos y simulaciones, quizá el ideal sea el de la transparencia: vivir de forma tal que todo lo íntimo pueda volverse público. Si en algún momento del pasado no fue así, comenzar a hacerlo en lo inmediato. Sería ésta una manera en que la escisión entre ser y parecer no se ahondase, de que ese abismo (que es herida) vaya acercando sus paredes.

En el fondo mi deseo es creer que cuando dos logran compasión, sentir el dolor del otro, acaso pueden renacer y salvarse.

Costos demoníacos

No dejar de escuchar los demonios interiores, ya no como alicientes sino como previsoras alertas. Es decir: andar con cautela. Cuando Sócrates se refería a algún demonio (daemon) no hablaba desde la tradición judeocristiana tan concentrada en la culpa. Se refería a aquella suerte de voces interiores que constituían intermediaciones entre los hombres y los dioses. En cualquier caso podían asumirse como advertencias frente a los posibles actos que nos alejasen del bien, de la virtud. “Difícil es luchar contra el deseo, lo que éste quiere el hombre lo paga con el alma”, escribió Heráclito. No me queda duda de que, a pesar de los aprendizajes, el costo es carísimo y la rehabilitación demasiado larga.

14 de diciembre de 2009

Tarde

Ambivalencia de estar. Búsqueda sin hallazgos. Confusión.

Para vivir otra vida

Me encantaría ver un ciclo de cine que llevase como tema la idea de volverse otro, la cuestión de la conversión. El argumento de las películas que se incluirían tendría la siguiente línea de acción básica: alguien tiene una intención destructiva (hacerle daño a otro) o la representa, pero por algún suceso inesperado su percepción del mundo se modifica y termina no sólo comprendiendo el espacio vital del otro, sino incluso tomando su lugar o convirtiéndose en él. Acá una lista de las películas que imagino en ese ciclo, el cual podría titularse “Volverse otro (Conversiones)”:

Walk on water (Caminando sobre el agua), de Eytan Fox
Das Leben der Anderen (La vida de los otros), de Florian Henckel
The mission (La misión), de Roland Joffé
Dances with wolves (Danza con lobos), de Kevin Costner
The crying game (Juego de lágrimas), de Neil Jordan
The Woodsman (Un crimen inconfesable), de Nicole Kassell

12 de diciembre de 2009

Sin lugar

No veo salvación. Observo con horror el mundo. Me cuesta trabajo la presencia de los otros, aquellos que habitan en sus universos intactos.

10 de diciembre de 2009

Tertuliano y el perdón

“¿Quieres ser feliz por un instante? Véngate. ¿Quieres ser feliz para siempre? Perdona” (Tertuliano)

Todorov, Arendt y el perdón

De los opuestos, venganza y perdón son disonantes pero difíciles de asir en la práctica cotidiana. Algo parecido a lo que ocurre con la culpa y la responsabilidad. Al reflexionar sobre los usos que le damos al pasado Todorov hacía una distinción entre la memoria literal y la memoria ejemplar. La primera “convierte en insuperable el viejo acontecimiento, desemboca a fin de cuentas en el sometimiento del presente al pasado. El uso ejemplar, por el contrario, permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechar las lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen hoy día, y separarse del yo para ir hacia el otro”. Hannah Arendt dice algo igual de significativo. Según su visión mientras la venganza mantiene la conexión con el acto, el perdón nos libera de aquel. "El acto de perdonar es la única reacción (…) no condicionada por el acto que la provocó y por tanto, liberadora de sus consecuencias, tanto para el que perdona como para el perdonado". Repetírmelo una y otra vez.

Albor

“Como en el cielo, toda negrura engendra inevitablemente luz” (Luis Britto García).

9 de diciembre de 2009

Vida nueva

Para Barthes, encontrar una Vita Nova supone “discontinuar” las inercias, trabajar en contra de los impulsos que nos llevaron a la pérdida de la conciencia moral. Según él, para lograrlo, hay dos vías que son contradictorias entre sí:

“1) Libertad, Dureza, Verdad (volver a lo que yo era)” o
“2) Laxismo, Caridad (acentuar lo que yo era)”.

Aún no me queda claro cuál es el camino por el que ando.

8 de diciembre de 2009

Inquietud

El duelo sería mejor porque ahí la certeza aparece como algo total, por aquello ante lo que ya no se tiene miedo (puesto que lo peor ya ha ocurrido y es irreversible). En cambio, esta duda, las perplejidades cotidianas, los titubeos constantes y la fragilidad de la vida en su conjunto, pareciera no tener fin. La pérdida sí, se vuelve aceptable; pero sola, la herida, no es la paz de los sepulcros. Si tan solo la inquietud fuese seña de esperanza y no de sospecha.

6 de diciembre de 2009

Tarde dominical con Angélica María

En medio de horas tristes, veo una película malísima. Lleva por título "Cinco de chocolate y uno de fresa" y es protagonizada por Angélica María y Fernando Luján. El argumento es pobrísimo, pero el resumen que trae la miniguía de Cablevisión lo intensifica y hasta lo vuelve atractivo: "Una novicia come unos hongos especiales y cambia de personalidad actuando como una alocada joven sicodélica". Navegando la red me encuentro un agregado jocoso: "Unas monjas superiores que la vieron cambiar no dan crédito a lo que ven sus ojos". Puestas las cosas así, resulta casi obvio que haya sido filmada en 1968 y que José Agustín participara en el proyecto. Con ojos permisivos y relajientos, pueden realmente disfrutarse algunas de las escenas que incluye la cinta:

1) Angélica María y sus secuaces toman Radio Mil a punta de pistola (las armas son de juguete). La protagonista aprovecha para cantar una canción cuyo estribillo más memorable es el siguiente: "Tal vez me entregues tu amor y tu corazón... en prisión".

2) Para entrar a la Sociedad protectora de animales y "liberar" a diversas especies (entre ellas un mono, varios flamingos y una vaca) Angélica María se pone a ladrar.

3) Luego de secuestrar y pedir rescate por el Presidente de la Asociación de Banqueros, Angélica María devela el lugar de la casa de seguridad. Al colgar, el jefe de policía ordena: "Hay que conseguir permiso para bombardear el Desierto de los leones; esa cabaña debe ser la guarida de una organización criminal internacional".

4) Todas aquellas en las cuales Angélica María encarna a la mujer maravilla autóctona: vestidos brillantes, botas amarillas y capas rojas o de colores.

Al terminar de ver la película, pienso que el cine mexicano al menos sirve para consolar las tardes agüitadas. Para mayor admiración dejo acá el nombre del director: Carlos Velo (también director de "El medio pelo", "Pedro Páramo" y "Felipe II y el Escorial"). Además, un video en que puede apreciarse la audacia (entre ridícula y fascinante) de la imaginación mexicana: