14 de diciembre de 2010

Manía y destino del barbado


Nadie está conforme con las cualidades que el destino le otorgó. Recorro mis barbas con los dedos de la mano izquierda. Luego de un rato de juguetear selecciono un folículo negro. Lo separo del resto con la habilidad que trae la maniobra mil veces repetida. Se trata de buscar aquel que en este preciso instante me atrae por una fascinación que no tiene explicaciones racionales. Puede ser el grosor o su longitud, la suavidad delicada o por el contrario su aspereza henchida. Me aseguro de poseerlo sólo a él y con un rápido tirón de uñas, lo extraigo entre el breve dolor y la punzante sensación de alivio.

Lo poso ante mis ojos. Observo su curvatura perfecta, trazo que se reproduce innumerables veces sobre mi cara, cuya falta de expresión permanece oculta detrás del misterio voraz, ese que permite una barba poblada. A esta distancia y ya sin la compañía de sus mil gemelos, el vello pierde sentido, se convierte en nimiedad que nada pide ni expresa. Y sin embargo posee para mí un profundo valor. Por una extraña revelación sé que este ritual repetido activa mi vida, al menos por algún tiempo, hasta que el ansia de arrancar uno más me lleve de nuevo a la manía vital, lo que mueve mis días y le da sentido a mis horas.

Una duda, sin embargo, me atormenta. ¿Qué ocurriría si un día mis barbas dejaran de crecer o redujeran la rapidez de su aparición? ¿Se detendría acaso mi destino de hombre protegido por la precaución? O peor aun, ¿se derrumbaría con ello mi imagen de hombre viril, siempre preparado y resuelto a ejercer la peor de las faenas? Me asusta esa amenaza solitaria y secreta. La certeza de que un día el destino se vengará de los desatinos que ha provocado mi apariencia, con cuya desaparición caería también la máscara de la fuerza. Me atemoriza la caída del ropaje, esa pérdida que, sin dejar dudas, revelaría el pudor y la pena, tan celosamente encubiertos por mí y el espejo.

Ahh.... La tranquilidad vuelve cuando arranco uno más.