5 de diciembre de 2011

Servín: flâneur con rifle al hombro



J. M. Servín
D.F. Confidencial. Crónicas de delincuentes, vagos y demás gente sin futuro
México, Almadía, 2010
163 pp.
Colección Los gavieros


Según Juan Villoro, la crónica no sólo narra la frugalidad de los hechos, sino también “lo que no ocurrió”, los fracasos y las “oportunidades perdidas que afectan a los protagonistas”. El más reciente libro de J. M. Servín es un claro ejemplo de ello.
Para quienes somos asiduos a la crónica, D.F. Confidencial era un libro esperado, pues leíamos a Servín en publicaciones periódicas, pero no teníamos acceso a un volumen que recopilara su periodismo literario. Autodidacta y celoso de su independencia, el autor se concibe como un cazador que debe acechar la realidad con paciencia, para encontrar a sus presas y dar en el blanco. “Flâneur con rifle al hombro” -como él mismo define al cronista- Servín va tras aquello que puede concebirse como anormalidad, falla, distinción; busca las anomalías y las rarezas, los animales sui generis que habitan su urbe. Al hallarlos, logra con su escritura no sólo retratar su malversada fisonomía, sino comprender las razones de su indolencia y sus quebrantos. No supone que sus destinos se encuentren fuera del orden moral predominante. Todo lo contrario: se trata de figuras que hacen evidente nuestra enferma modernidad. Para este cronista, todos formamos parte de una gran patología social, que tiende a lo ridículo.
Visto así, el rostro urbano que nos propone Servín está plagado de rictus anónimos que sólo hay que saber descifrar con elocuencia. Criadores de perros de pelea, reporteros sensacionalistas, adolescentes pirotécnicos, jugadores-apostadores de frontón mano, adictos del cine porno y Ni Nis en potencia, entre muchos otros personajes abigarrados, pueblan sus páginas. Con estilo irónico y lucidez crítica que abreva de una fuerte tradición de la narrativa realista y social, D.F. Confidencial construye un mural de sensaciones que mantiene el equilibrio entre paisaje y detallismo, sin renunciar a ofrecernos su propio punto de vista y sin caer tampoco en el catastrofismo. Al indagar en geografías proscritas y en la vitalidad del desmadre urbano, Servín construye una sensibilidad crítica en relación con nuestras disfunciones colectivas, nuestras fronteras de clase y nuestros comportamientos a un tiempo pretenciosos y mediocres.
Con este libro, Servín se muestra como un eficaz vindicador del periodismo literario y acaso también como el mejor exponente de la crónica de entre los narradores de su generación.


[Salazar, Jezreel. Reseña de D.F. Confidencial. Crónicas de delincuentes, vagos y demás gente sin futuro, de J.M. Servín, en Tierra Adentro, núm. 169, abril-mayo 2011, pp. 87-88].

28 de noviembre de 2011

El disfraz de la ansiedad


Recién leí que durante la etapa del sueño denominada REM (lapso en que se presentan los sueños más vívidos y emocionales), el cerebro segrega sustancias que provocan la parálisis del cuerpo mientras estamos dormidos, con la finalidad de que no reaccionemos ante las alucinaciones oníricas y no nos provoquemos un daño actuando en función de las mismas. (Así, ciertos casos de sonambulismo se explicarían por la falla de aquellas glándulas encargadas de este proceso de auto-preservación.) A veces pienso que algún sistema parecido deberíamos tener respecto a la realidad, un mecanismo para protegernos de la misma o evitar que nos desplazáramos en ella, un modo de combatir las fuerzas externas. Por desgracia, no es así. Paul Valéry escribió que “lo real es aquello de lo que no es posible despertar”. En cualquier caso, cuando estamos dormidos, de algún modo las quimeras nos protegen del mundo, pero nos dejan a la deriva en medio de otro universo quizá más inexorable y acaso más providencial.

El sueño nos impone una realidad inapelable, una trampa de cuyos redes nos es difícil escapar. ¿Cuántas veces no hemos sentido, al interior del cosmos onírico, la incapacidad para llevar a cabo un objetivo fijo o la incompetencia para desarrollar una tarea, a pesar de que se trate de una actividad totalmente cotidiana: amarrarse un zapato, apagar la luz, llegar a casa? Probablemente, la impotencia sea uno de las sensaciones más generalizadas que padecen los durmientes. Pero no siempre es así. Se ha demostrado que si durante veinticuatro horas a un sujeto lo privas de agua, soñará con la misma aunque no relacionándola con la sed, sino formando parte de sus contextos oníricos: caminará frente al mar sobre la playa, nadará por muchas horas en una alberca, observará peceras inmensas. Si los sueños nos imponen un orbe en que la voluntad nos es arrebatada, también a veces nos permiten evadir las carencias e incluso disfrutarlas. En ese sentido, las fantasías que experimentamos estando dormidos, además de magníficas conversaciones con el monstruo interior, son el perfecto disfraz de la ansiedad.

3 de octubre de 2011

Literatura = escritura sin público


"Que el presente llame literatura a toda una serie de productos, no afecta las formas expresivas más radicales, simplemente acrecienta su soledad"

Damián Tabarovsky, Literatura de izquierda. México, Tumbona Ediciones, 2011.


25 de septiembre de 2011

Un texto de crítica latinoamericana


[Leí este texto durante la presentación del libro La otra invención. Ensayos sobre crítica y literatura de América Latina, de Víctor Barrera Enderle. Le agradezco a Víctor la invitación a hacerlo].



 Voy a comenzar con una confesión personal. Me emocionan los textos que arriesgan hipótesis y al hacerlo generan más preguntas que respuestas. Es lo que me ocurrió con el libro que hoy tengo el gusto de presentar. Conforme avanzaba en la lectura, las dudas fueron asaltándome y las interrogantes se iban multiplicando. Quiero dedicar estas breves palabras a poner en la mesa algunos de esos cuestionamientos que el libro de Víctor Barrera me sugirió.
El primero tiene que ver con un asunto central en el texto: el papel de la crítica en América Latina, sus funciones no sólo literarias sino también culturales y su carácter de juicio renovador respecto a las que Barrera llama “literaturas marginales”. Frente a los nuevos retos que le plantea al campo literario el estar vinculado a una industria cultural en constante crecimiento, el autor afirma la necesidad de que la crítica contribuya a la recuperación de un espacio público no regido exclusivamente por las leyes del mercado. Esto supone concebir a la literatura ya no sólo como mercancía, sino como un discurso cultural capaz de fomentar la exploración estética y de redefinir las identidades culturales de una comunidad. Para Barrera, esta labor tiene que ir acompañada de un afán por recuperar las preocupaciones básicas del crítico: la revisión de la historia literaria y del canon, los problemas de representación y autoridad en la literatura.
Me parece que esta concepción de la crítica constituye una postura afortunada y supone una ejemplaridad envidiable. Y es que aquí el papel del crítico como intermediario entre la industria cultural y el público se vuelve no sólo prédica, sino práctica intelectual constante a lo largo del libro. Cada uno de los ensayos de Barrera constituyen una invitación a ejercer la crítica, concebida como “estímulo intelectual” pero también como “deber cívico”. Lo que me provocó algunas dudas fue imaginar a la crítica como una herramienta capaz de ir más allá del campo cultural, implementando una labor al menos titánica. Dice Barrera que la nueva crítica “tendrá que promover un discurso alternativo a las instancias oficiales y mundiales… necesitará formar lectores activos y autónomos: nuevos ciudadanos que sean capaces de asumir y compartir no sólo sus diferencias culturales e identitarias, sino los diversos modelos de gobernabilidad, haciendo de… las culturas, una dimensión fundamental a la hora de repensar los proyectos nacionales y globales”. Nos encontramos por supuesto ante un deseo admirable, ¿pero es acaso factible?, ¿no estamos adjudicándole a la crítica un papel que va más allá de su ámbito, de su labor tenaz y solitaria?
El segundo asunto que me llamó la atención es la distinción que subyace a lo largo del libro entre textos críticos y textos literarios. Si bien cuando Barrera analiza “la dimensión estética en el discurso crítico de Alfonso Reyes” busca establecer un vínculo entre creación y crítica, me parece que la noción de “ficción explicativa” y de “verdad sospechosa” (Reyes) son insuficientes si queremos dar cuenta de la literatura latinoamericana de hoy. Creo que es necesaria una elaboración más minuciosa que permita analizar porqué existen una serie de textos en los cuales las fronteras entre teoría y ficción están totalmente desdibujadas. Pienso aquí, por supuesto, en la obra de Borges, donde la reflexión convive con la narración y el relato. Asimismo en muchos textos de Ricardo Piglia, Roberto Bolaño o Sergio Pitol, que han practicado una escritura fronteriza donde se mezclan testimonio e imaginación, ficción y autobiografía. En Monsiváis ocurre algo parecido: su escritura conjuga el registro de la crónica con el impulso interpretativo, ensayístico, al grado en que se han denominado muchos de sus textos como crónicas-ensayos o croni-ensayos.
Todas estas obras se encuentran arraigadas en una fuerte tradición que viene desde la Crónica de la Conquista, y tiene que ver con el papel del intelectual en la historia latinoamericana, con el compromiso político que el escritor asume como conciencia lúcida al interior de una sociedad subordinada. Por ello, sería necesario pensar si existe en este tipo de escritura fronteriza una relación entre los escritores y la crítica que pasa por la ficción, si existe una forma de leer, evaluar y representar el mundo que es el resultado de la experiencia con la ficción o del trabajo con la poesía. Esto nos permitiría esclarecer los modos en que la historia del pensamiento latinoamericano está ligada a la historia de la literatura, a las reflexiones que se han dado en torno a las formas de la ficción y al papel que juega el escritor como líder moral cuyo prestigio surge de la propia práctica literaria. Por lo anterior, concebir la literatura como una “antropología especulativa” como propone Juan José Saer, o retomar la idea de “metacrítica” que sustenta Piglia,  puede permitir dar cuenta de cómo una serie de obras latinoamericanas conjugan un proyecto estético con un imaginario político, una narrativa histórica con un lenguaje literario, en suma, una propuesta de crítica cultural a través de la creación de un universo artístico.
Por otra parte está el asunto de la búsqueda de una expresión original, propiamente latinoamericana, tal como la rastrea Barrera en Pedro Henríquez Ureña, el Modernismo, Rodó o Sor Juana. Una de los aciertos del libro es llevar a cabo una crítica del canon occidental, concebido como un criterio a partir del cual “los grupos hegemónicos (es decir, aquellos que tienen acceso al poder interpretativo) proyectan sus gustos y valores y los imponen como norma de exclusión”. Al afirmar que todo canon está abierto al cambio, que ninguna tradición está del todo concluida, el crítico se convierte en testigo de las metamorfosis que ocurren en el campo literario. Los criterios sobre lo que debe leerse y cómo debe leerse están en constante revisión y cada obra establece una relación compleja y provisional con el tiempo y sus lectores.
El asunto no es menor. De hecho, es a partir de esta crítica que Barrera analiza las relaciones complejas entre Nuestra América y Occidente. En La otra invención, la literatura latinoamericana es descrita como un ámbito donde durante mucho tiempo era posible rastrear un proceso de dependencia e imposición respecto de los modelos europeos de hacer literatura. No obstante, Barrera plantea que en ciertos momentos de nuestra historia literaria, el afán europeizante ha sido sustituido por una búsqueda de identidad propia, convirtiendo así a la literatura en espacio de resistencia, en una actividad liberadora y un ejercicio de integración a la modernidad. En esta interpretación, el carácter sui generis del subcontinente tiene que ver con un tipo de modernidad distinta, diferencial, y que por otro lado, le permite alcanzar su independencia cultural.
En este marco, son interesantes los dos ensayos que dedica Barrera a la literatura y la crítica nuevoleonesas. La relación que existe entre Occidente y América Latina, entre un canon impuesto y un ejercicio de enunciación propio, pareciera reproducirse entre la literatura nacional y las literaturas regionales. Si bien es cierto que las instituciones literarias modernas se han erigido sobre una clave nacional, me parece problemático pensar que la identidad de una literatura necesariamente deba definirse en términos territoriales. ¿Realmente se puede hablar de una literatura regional, nuevoleonesa, chiapaneca o incluso mexicana? ¿No es verdad que muchas veces nos encontramos con autores que comparten imaginarios, estilos y propósitos a pesar de escribir en ámbitos distintos en países remotos? ¿Y en cambio también podemos hallar escritores de una misma nacionalidad cuyos universos literarios no comparten ningún referente en lo absoluto? ¿Será posible realmente llevar a cabo una crítica descentrada, como quiere el autor, sin ir  más allá de las divisiones de los Estados Nacionales?
Otra cuestión que tiene que ver con lo anterior se refiere a la forma en que Barrera, al analizar la novela antillana Ancho mar de los Sargazos, trabaja “la relación literaria entre centro (espacio hegemónico de enunciación) y margen (lugar condicionado de enunciación)”. Me parece muy importante la reflexión en torno a cómo los valores canónicos, estéticos e ideológicos impuestos por el centro metropolitano, llegan a ser cuestionados, invertidos incluso, por una obra que se halla en el margen y que así consigue ejercer una expresión propia. Como si tal disidencia, además de constituirse como “manifestación de resistencia cultural”, estuviera fundada en la propia marginalidad, que se ejerce como elemento de impugnación.
Sin embargo, me parece que a esta reflexión le hace falta un elemento que problematice las consecuencias a las que lleva este proceso cultural. Creo que las literaturas más iconoclastas, contestatarias y críticas corren el peligro de forjar nuevas formas de hegemonía. Tal es la paradoja de muchos procesos de institucionalización cultural: cuando un discurso alternativo logra abrir el espacio público para ser incluido en él, disminuye la disidencia potencial de su marginalidad frente a las formas instituidas de la sociedad. En ese sentido podría decirse que (y aquí arriesgo una hipótesis), toda lectura de los márgenes supone una asimilación de los mismos, un proceso de normalización, que debe ser tomado en cuenta a la hora de reflexionar sobre la literatura y la crítica latinoamericana. Aquí abro la pregunta que me atrapa: ¿es una fatalidad para toda literatura transgresora ser asimilada? ¿Es cierta la frase de Herder, quien afirmaba que “toda obra original, sucumbe”?
Luego de hablar de algunas de las interrogantes que el texto me provocó, quiero terminar mi intervención resaltando una creencia que a mi parecer subyace a todo el texto. La idea de que la lectura es uno de los pocos actos de soledad que permiten la comunicación con alguien más, la comunión con los otros. Leemos palabras (signos negros sobre el papel) pero vemos imágenes y escuchamos voces. Esto lo sabe el crítico, por eso es que considera como parte de su labor indagar cuáles de los sentidos contenidos en una obra, pueden abrir la conciencia y sensibilidad del lector contemporáneo. En ese sentido, el crítico actúa como un arqueólogo: busca los vestigios olvidados en las palabras, el diálogo con los muertos. La literatura permite separarnos de nuestro yo para ir hacia esos otros, y en ese sentido incluso es un paliativo contra la soledad del presente. Por eso es que la responsabilidad de la crítica literaria es tan grande. Su deber es, como afirmó George Steiner, “privilegiar lo que del pasado puede entrar en diálogo con los vivos” y “preguntarse no sólo si un libro constituye un adelanto o refinamiento técnicos, sino si contribuye a mejorar la inteligencia moral de la época”. La otra invención, de Víctor Barrera, es un ejercicio que problematiza estos principios, que piensa el acto de la lectura como “un modo de acción”. Por todo esto es que celebro la aparición de este libro, tan fructífero para el diálogo.

Víctor Barrera Enderle. 
La otra invención. Ensayos sobre crítica y literatura de América Latina.
México, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León, 2005.

3 de septiembre de 2011

"Los columpios", por Fabio Morábito


Los columpios no son noticia,
son simples como un hueso
o como un horizonte,
funcionan con un cuerpo
y su manutención estriba
en una mano de pintura
cada tanto,
cada generación los pinta
de un color distinto
(para realzar su infancia)
pero los deja como son,
no se investigan nuevas formas
de columpios,
no hay competencias de columpios,
no se dan clases de columpio,
nadie se roba los columpios,
la radio no transmite rechinidos
de columpios,
cada generación los pinta
de un color distinto
para acordarse de ellos,
ellos que inician a los niños
en los paréntesis,
en la melancolía,
en la inutilidad de los esfuerzos
para ser distintos,
donde los niños queman
sus reservas de imposible,
sus últimas metamorfosis,
hasta que un día, sin una gota
de humedad, se bajan
del columpio
hacia sí mismos,
hacia su nombre propio
y verdadero, hacia
su muerte todavía lejana.

Fabio Morábito. De lunes todo el año. México, Joaquín Mortiz, 1991.

31 de agosto de 2011

Noche chilena

Soñé que alguien me explicaba de otro modo lo que ocurre actualmente en Chile. “Las movilizaciones sociales –me decía– se deben a que hace cinco años se publicó un singular libro sobre erotismo”. El título era Afectos corporales y narrativas apocalípticas (o algo similar) y había sido escrito por una psicoanalista de edad avanzada cuyo nombre correspondía al de Camila Vallejo. “Los estudiantes organizaron lo del Besatón como un homenaje a esa obra heterodoxa que predica rebeldía y alienta a buscar una ética de las pasiones” –insistía mi elocuente interlocutor. Recorría entonces largas calles, entraba a innumerables librerías y revisaba los catálogos de bibliotecas de muchos pisos en busca de un ejemplar. Preguntaba a amigos y desconocidos sobre el enigmático libro: todos lo habían leído, hablaban maravillas, pero nadie poseía un volumen que prestarme, lo habían regalado o extraviado. Luego de un infructuoso recorrido por Santiago, finalmente encontraba una pinta sobre un muro ya corroído. Esto decía: “No hay utopías válidas si no incluyen la palabra deseo; la pasión política no es ajena al discurso del cuerpo” C.V.

21 de agosto de 2011

Cine y venganza. Las huellas de Edmond Dantès



Salvo que nos consideremos candidatos a beatificación o estemos en nuestros primeros años de edad, todos hemos sentido alguna vez la tentación de la venganza. Sobre todo si habitamos un país en donde se practican, a diario, múltiples mecanismos de discriminación económica, injusticia social y exclusión política o jurídica. Cada vez resulta menos extraño estar desamparados frente a la difamación, los atropellos y todo tipo de abusos y ultrajes. Como los personajes kafkianos, somos seres con fe en un mundo sin dioses. La dignidad o la reconciliación ya no forman parte de nuestra cultura política, las instituciones garantizan poco y, por el contrario, muchas veces quienes las representan (detrás de un escritorio, una ventanilla o un teléfono) nos resultan anónimos invasores de la privacidad o estafadores sistemáticos difíciles de esquivar; en suma, vivimos lo público como espacio de rapiña, en donde el individuo no tiene cabida. De ahí que nuestras prácticas cotidianas se vuelvan cada vez más defensivas. Si algún entomólogo fuese capaz de observar a través de un microscopio los símbolos que portamos todos los días, observaría nuestras ciudades repletas de caparazones y escondrijos, espinas y espadas. Frente al desdén o la maledicencia, frente a los privilegios o la hipocresía, enarbolamos el vocabulario de la sobrevivencia: “hay que protegernos”, “cuídate, por favor”, “es mejor no exponerse”, “no te dejes”, “lo único que te queda es el desquite”.

Cuando no existen caminos legales o legítimos para el resarcimiento, la tentación que se presenta es la de recorrer la senda inversa: ponernos del otro lado del poder, llevar a cabo un ajuste de cuentas personal, dejar de ser víctimas para convertirnos en victimarios, ejercer de cualquier modo una revancha física o simbólica. En nuestro imaginario aparecen, cada vez con mayor recurrencia, escenas en donde restauramos nuestra dignidad a través de un acto de represalia contra quien nos ha violentado previamente –lo cual además de corrosivo para el espíritu, es un deterioro de la propia voluntad y de la imagen que tenemos del espacio que compartimos con los otros. Por supuesto estoy hablando de cosas que al final terminan siendo contraproducentes. ¿Cómo justificar la posibilidad del envilecimiento mutuo, la impulsiva destrucción de la convivencia en aras del desagravio personal? Por más absurdo que parezca, nos hemos acostumbrado a actuar en beneficio de aquello que a mediano o corto plazo nos provocará perjuicios, terminamos atrapados en el remolino que estuvimos dispuestos a impulsar.

Pienso en todo esto porque de pronto me he dado cuenta que últimamente las películas que más me estimulan son aquellas que tienen como temática fundamental el asunto de la venganza, y en específico la relación entre venganza y culpa. Es como si en ese vínculo estuviera inscrita buena parte de nuestras decisiones cotidianas, como si ahí se hiciese evidente que somos cada vez más incapaces de reivindicar nuestra dicha más allá de la infelicidad ajena: “no dejo pasar a ese coche porque una cuadra antes un conductor no me dio el paso a mí”; “como estoy molesto porque no me habló antes, ahora yo no le devolveré la llamada”; “si no apoyan las cosas que pienso deben hacerse, menos escucharé los argumentos que tienen para no hacerlas”... y así hasta el infinito. Hablo de esas venganzas cotidianas y silenciosas que se vuelven motores vitales y le dan sentido a nuestros días, de esas venganzas que muchas veces son ejercicios de la crueldad.

De ahí que me venga a la cabeza un posible ciclo de cine conformado por películas en donde se discutan las consecuencias de la venganza y la culpa. El ciclo podría denominarse “Heridas abiertas”, “Víctimas y victimarios” o “Las huellas de Edmond Dantès”, y como epígrafe podría llevar alguna de las siguientes frases: “La crueldad, como cualquier otro vicio, no requiere ningún motivo para ser practicada, apenas oportunidad” (George Eliot) o “Los dioses de la venganza obran en silencio” (Schiller).

Lo complicado sería, sin duda, la elección de películas, dada la infinidad de cintas que tratan el tema. Hay algunas que utilizan la venganza personal como pretexto para desarrollar películas de acción. Entre ellas vienen a mi mente: The Limey (El halcón inglés) de Steven Soderbergh, Revenge (Revancha) de Tony Scott, Taken (Venganza) de Pierre Morel, Death Sentence (Sentencia de muerte) de James Wan, Vengeance (Venganza) de Johnnie To, Payback (La revancha) de Brian Helgeland, Brave Heart (Corazón valiente) de Mel Gibson e incluso Batman Begins (Batman inicia) de Christopher Nolan. Algunas otras están construidas desde una perspectiva, a mi parecer, más atractiva, en donde las implicaciones psicológicas y sociales refieren a la imposibilidad no sólo del perdón sino de recuperar la identidad fracturada. Entre ellas me parecen significativas: Festen (La celebración) de Thomas Vinterberg, In the bedroom (Crimen imperdonable) de Todd Field y Memento (Amnesia) de Christopher Nolan. Otros acercamientos de interés, pero que no consideraría para el ciclo por salirse del enfoque buscado incluirían: V for Vendetta (V de Venganza) de James McTeigue, Fatal Attraction (Atracción Fatal) de Adrian Lyne, Sweeney Todd. The Demon Barber of Fleet Street (Sweeney Todd. El barbero diabólico de la calle Fleet) de Tim Burton, Carrie de Brian de Palma, o Kill Bill, vol. I y II de Quentin Tarantino.

¿Cómo justificar entonces la selección que propongo? ¿Cuáles serían los criterios posibles para reducir el espectro y constituir un conjunto con cierta unidad? Se me ocurre plantearlo de este modo. Habría que elegir aquellas películas en donde la venganza se convierte en un problema moral para el espectador. Si como dice Todorov, la venganza es una de las maneras en que el presente queda supeditado al pasado, el cuestionamiento que debería regir al ciclo sería: en momentos en que desaparecen las orientaciones éticas y las víctimas reclaman su derecho a cierta reparación o desagravio, ¿es válido “explotar aquel pasado de sufrimientos como una fuente de poder y de privilegios”? A partir de esto, las películas que elegiría para el ciclo, hasta el momento, serían las siguientes:

Dogville, de Lars von Trier
La tourneuse de pages (La cambiadora de páginas), de Denis Dercourt
Oldboy (Cinco días para vengarse), de Park Chan-wook
Trzy kolory: Bialy (Tres colores: Blanco), de Krzysztof Kieslowski
Relatos salvajes (Relatos salvajes), de Damián Szifron
Ping Pong, de Matthias Luthardt


En el ciclo también podría entrar alguna versión de El conde de Montecristo o de Hamlet, o cualquier otra de las películas que conforman la trilogía de Park Chan-wook: Chinjeolhan geumjassi (Señora venganza) o Boksuneun naui geot (Señor venganza)… pero a mi parecer un buen ciclo, entre más breve, mejor. Elegir es equivocarse, por supuesto, y siempre se puede volver. Habrá quien no esté de acuerdo y suelte improperios ante lo escrito en este texto. Frente a las exclamaciones de antemano adivinadas, me resguardo en las palabras de Alceo: “Si podemos olvidar esta ira, nos libraremos de la ruptura que roe los corazones”.

6 de agosto de 2011

El juego de la luz

"Espectro" por Nely Maldonado

"A mí el aire sutil de mi gran ciudad me descubrió de nuevo (como si esta vez lo hiciera sólo para mis sentidos) todo un mundo de alegría serena cuyo valor esencial estaba en la realización perenne del equilibrio: equilibrio del trazo y el punto, de la línea y el color, de la superficie y la arista, del cuerpo y el contorno, de lo diáfano y lo opaco. El contraste de las sombras húmedas y las luminosidades de oro me envolvía en la caricia suprema que es el juego de la luz" (Martín Luis Guzmán)

21 de julio de 2011

Contra las "Obras completas" de Monsiváis



"Gatourna" de Francisco Toledo

El 17 de marzo de 2007 recibí un generoso correo electrónico de Juan Villoro. Unos días antes le había regalado mi libro La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis. Ahora que Monsiváis ha cumplido un año de muerto, lo que dice Villoro sobre unas posibles Obras Completas de Monsiváis me parece preciso. Aquí sus palabras:

Estimado Jezreel:
Acabo de leer tu libro, con gran gusto. Se trata, sin duda, de una referencia muy necesaria para seguir a Monsiváis. Uno de los desafíos de su escritura es la forma en que circula. Ha recopilado un pequeño porcentaje de todo lo que ha escrito y no lo ha ordenado de manera temática. Su probado desinterés en construir una Obra lo honra como persona -alguien más dedicado al presente que a construir su estatua-; sin embargo, esto hace que sus textos sean una galaxia dispersa. Me preocupa que entren de manera indiscriminada en unas Obras Completas. Varias veces he hablado del asunto con el propio Monsiváis, pero evade la necesidad de reunir sus trabajos de manera orgánica y temática con las bromas que lo han hecho famoso. Tu libro centra su producción en uno de sus aspectos decisivos. Gracias a tu mirada, se ordena la concepción urbana de Monsiváis. Creo que es la lectura -la recepción- de Monsiváis lo que le dará lógica retrospectiva a su estética de la multiplicidad y del fragmento, fenómeno a fin de cuentas muy benjaminiano. Tu libro es un momento decisivo de ese ejercicio.
Me parece que encuentras el tono justo para transitar del análisis social a la literatura. Mezclas con habilidad las referencias de teóricos como Berman, Sarlo, García Canclini, Reguillo, Benjamin y otros, con poetas y narradores. Naturalmente, me dio mucho gusto verme incluido en esa selección.
En fin, disfruté mucho la lectura de tu libro, que me parece esencial.
Felicidades.

Un abrazo
Juan Villoro

Como afirma Villoro, parece peligroso realizar una edición de sus Obras completas, no sólo porque el proyecto sería abrumador y posiblemente inacabable, sino porque temo que la consecuencia inmediata sería dejar de leerlo. Ahí está el caso de Alfonso Reyes, cuyas Obras completas (editadas por el Fondo de Cultura Económica) fueron al mismo tiempo una consagración y un alejamiento del público lector. En ese sentido hay que considerar que Monsiváis ejercía una autocrítica despiadada, lo que le impedía llevar muchos de sus textos periodísticos al formato de libro; unas Obras completas irían en contrasentido a este empeño por la autocrítica y el cuidado de la forma. Además, estaba en el carácter rebelde de Monsiváis ese afán de no dejar una obra concluida, sino todo lo contrario; Monsiváis buscaba dar cuenta de la contemporaneidad a través de una obra fragmentaria, fugaz y siempre modificable.
En “Monsiváis después de Monsiváis”, un texto publicado días después de su muerte, Rafael Lemus escribía lo siguiente:

No vale la pena hacerse ilusiones: ni siquiera el trabajo más meticuloso logrará reunir la mayor parte de la obra de Monsiváis. Sencillamente no hay manera porque más o menos la mitad de su legado es intangible […] En vida Carlos Monsiváis no necesitó ordenar sus escritos en un corpus coherente y unitario para construir una de las obras más destacadas de la cultura mexicana; ¿por qué habría de necesitarlo en la muerte? […] ¿No sería mejor librarlo del trato reservado a los Grandes Autores Nacionales y dejar que su obra se conserve y propague a través de, digamos, antologías sesgadas e inventivas?

Concuerdo, en esto, con Lemus. Si algún día se editan sus Obras completas, será ya un modo de traicionar el espíritu que animó a Monsiváis a ser lo que fue: uno de nuestros mayores heterodoxos.

26 de junio de 2011

Mi madre y "La aldea"


Cuando le cuento a mi madre que haré un viaje, lo que viene a su mente son anécdotas ilustrativas: “mi amigo X tenía planeado un viaje completísimo a Europa, había comprado boletos de avión, reservado hoteles, contratado tours…, pero una semana antes a su esposa le detectaron problemas en el corazón, tuvo que cancelarlo todo, perdió mucho dinero, hubo que operarla, imagínate si se hubieran ido y se ponía mal allá…” Desde niño era así, mi madre siempre me planteaba los peores escenarios posibles, como si el mundo fuese un lugar en donde sólo excepcionalmente las desventuras no ocurrían.

Ahora veo que era su manera de mantenerme “dentro”, su método para que no emigrara, no a otro lugar, sino a otra forma de pensamiento. No creo que lo hiciera concientemente. Más que necesidad de control, me parece que opera en ella un mecanismo de preservación: si no volteamos a ver el mundo, acaso podamos prevalecer en nuestro estado de excepción, en nuestro edén privado, al interior de nuestra cofradía religiosa. Para mi madre y para el resto de mi familia, convencidamente protestantes, el mundo no es otra cosa que una constante amenaza.

Quizá por ello es que cuando vi la película The Village (La aldea, 2004) de M. Night Shyamalan me pareció tan significativa. Un grupo de amigos deciden aislarse de la civilización y construyen un mundo aparte, con normas morales rígidas que impidan que “el mal” (el asesinato, la traición, el dolor) vuelva a herirlos. Al interior de un reserva ecológica, viven de manera austera, sin tecnología moderna, en las condiciones de una sociedad rural típica del siglo XVIII. Para evitar que sus hijos y sus nietos salgan al mundo, inventan una ficción radical: la aldea en la que viven está rodeada por un bosque mágico en el que habitan creaturas peligrosas capaces de aniquilar a quien las desestime. Frente a una situación crítica, la ficción comienza a tambalearse y “el mal” vuelve a ingresar al paraíso prefabricado. Lo que más llama la atención es la forma en que está narrada esta fábula moral: poco a poco, la trama va develando el misterio y la realidad de los hechos que, como espectadores, desconocemos. De hecho, quien logra romper las trabas morales al interior de la película resulta ser quien carece de vista, la personaje ciega, como si sólo a partir de una anomalía fuese posible ver la verdad. Y eso es acaso lo que me fue ocurriendo a mí mismo frente a mi familia: fui descubriendo, lentamente, que la ficción que me habían contado no sólo era muy limitada, sino que me hacía difícil observar el mundo y disfrutar la vida.

El proceso no ha sido sencillo. Pasé mi infancia y mi adolescencia bebiendo límites y miedos: formas de la ceguera. Esto, en principio, me impidió ser arrojado, me enseñó a contenerme; inhibió y limitó mi mirada. Además, me dificultó incorporarme a cualquier otro círculo que no fuese el de mi comunidad religiosa originaria (cada vez que lo intentaba sentía como si le fuese infiel). Después, fue cambiando mi percepción. Me sentí cada vez menos integrado a mi ambiente familiar: resultó que las restricciones excesivas me llevaron a la asfixia y a la necesidad de romper ataduras. Desde entonces, todas mis decisiones han girado en torno a transgredir ciertas convenciones (las de mi familia) y encontrar modos de escapar de los miedos y sus consecuencias. Desde haber estudiado una carrera relacionada con las humanidades, hasta romper promesas personales (pasando por no escribir en géneros canonizados o por buscar estar siempre en los linderos de las disciplinas), he vivido intentando escapar de la aldea. En todo caso, violando preceptos impuestos por alguna tradición o autoridad.

Por supuesto esto es algo con lo que sigo lidiando y que no siempre logro manejar con astucia. A veces me descubro huyendo de cosas realmente necesarias, indispensables y de gran valor. Otras, me veo abrazando horrores cuya naturaleza no comprendo, pero a los que me acerqué en mis ansias de fuga. Supongo que buena parte de esa “liberación” a la que me refiero, me hizo darle un valor extremo a la transgresión y me llevó a sentirme incluso como una especie de disidente; lo cual, visto con objetividad, es una mala broma. Cualquiera que vea el modo en que vivo puede asumir, con justo criterio, lo contrario.

A final de cuentas, día con día me veo en la disyuntiva constante de no querer pertenecer y sin embargo, necesitar sentirme incluido… en lo que sea: una reunión, un congreso, una familia. La intención de mi madre, tan parecida a la ficción de La aldea, tenía como fondo intentar preservarme en estado de inocencia. No salir nunca de ahí. Muchas veces, en medio del chismorreo o la maledicencia (e incluso en medio de otros actos menos respetables), me veo buscando lo mismo, como si toda mi vida fuese una suma de mecanismos para volver, como si siempre hubiese querido regresar a ese lugar sin amenazas. No obstante, a estas alturas sé que la inocencia no es algo que uno extravía en el pasado o pueda heredar, sino una condición que en todo caso, se conquista, luego de haber lidiado con todo tipo de impurezas, amenazas y heridas. A veces me gustaría que mi madre explorara el bosque que rodea su aldea.

Y sí, me gustaría que entendiera lo que significan para mí esas palabras de José Emilio Pacheco que dicen “He inventado una selva pero me falta un árbol que la pueble”.

19 de junio de 2011

MONSIVÁIS, ESE DESCONOCIDO (Crónica de un desayuno)

Caricatura por: El Fisgón


Lo conocí en Monterrey. Coincidimos en la presentación de un libro que yo había escrito sobre su obra. Al concluir el evento, me invitó a desayunar para el día siguiente. Recuerdo aquella mañana como un territorio repleto de asombros. Lo que me sorprendió en principio fue su calidez; los rumores que había escuchado lo tenían situado en mi imaginario como un personaje de ánimo mordaz, cuyo temperamento podía llegar a la maledicencia y lo voluble. Mi impresión fue toda la contraria. Luego de apreciar su interés concentrado por lo que yo hacía (“¿tu nombre es hebreo verdad?, ¿tu familia es protestante, cierto?”) y al observarlo firmar autógrafos con paciencia, su imagen se transformó en mi mente. Todos lo reconocían y él se mostraba accesible, sobre todo con los meseros, quienes buscaban una fotografía con el personaje famoso. Sin duda, era una especie de movie star de la cultura mexicana, un escritor incansable cuya omnipresencia en los medios lo había catapultado a la condición de ícono, al mismo nivel de aquellos personajes que solía retratar en sus crónicas: El Santo, María Félix, Juan Gabriel…

También me sorprendió lo que fue característico de su sensibilidad: un jocoso sentido de la ironía que le permitía defenderse del mundo, expresado con la más absoluta seriedad. Quien lograba descifrar sus burlas y entendía que muchas de sus afirmaciones eran espontáneo humor, podía colarse en su círculo de afines; se volvía cómplice instantáneo. Entonces, sólo entonces, Monsiváis sonreía. Al hablar sobre los jóvenes escritores mexicanos, me dijo: “sí, claro, de vez en cuando alguno se me acerca, me pronuncian su nombre y yo los saludo con mucho, mucho respeto y cortesía”. Y más adelante, cuando le pregunté qué le pareció el libro que había escrito yo sobre él, me respondió con su habitual autoescarnio: “Si te digo que me gustó, vas a pensar que soy un egocéntrico. Si te digo, en cambio, que me disgustó, dirás que soy un desagradecido. Para escapar de esa disyuntiva atroz, sólo puedo decir que casi me convences de que vale la pena leerme”.

Otra fascinación durante aquel desayuno: la risa hilarante que Monsiváis provocaba solía surgir en un contexto repleto de referencias y citas, tanto eruditas como populares. La memoria monsivaíta era un asunto casi sobrenatural, muy parecida al caso de Borges y Arreola. En medio de la conversación, Mr. Memory (así lo apodó Sergio Pitol) solía hacer referencias a la escena de una película, la anécdota sobre algún político o la estrofa de una canción: “¿Eso que se escucha al fondo es la melodía de Beso asesino, el bolero de Pepe Domínguez?” Hablaba de escritores latinoamericanos recónditos, de cierta historieta desaparecida en los años treinta o introducía de improviso, cuando se acercaba otro fan, un verso de Pellicer: “¡Cuándo vendrás, oh vida, a resguardarme / de los ágiles robos que enriquecen / el silencio que tú no puedes darme!” Es claro que le encantaba la trivia, la ejercitaba como un deporte de lucidez y como un espacio de divertimento. Su obra lo demuestra: está repleta de citas escondidas, como si fuese una suma de acertijos alegres que retan al lector y lo impulsan a un aprendizaje sin fin.

Otro detalle, acaso pueril, me provocó también asombro aquella mañana: su manera de comer. Se sirvió del buffet del hotel un plato con sólo dos ingredientes: frijoles y melón. Mezclaba ambos alimentos y así los digería. Verlo me pareció al mismo tiempo grotesco y llamativo, otra más de sus heterodoxias, porque si algo llegó a definirlo fue eso: su voluntad excéntrica, su ansia de rebeldía. Desde su autobiografía precoz (escrita a los 28 años de edad) se asumió así, como un marginal frente a una sociedad poco tolerante a la diferencia. Su origen protestante, su preferencia homosexual y su vocación literaria (en una nación altamente católica, homofóbica y antiintelectual) lo llevaron a defender los derechos de las minorías, a las que consideró agentes de cambio y espacios donde la libertad era posible. En una entrevista, ante cierta pregunta sobre su excentricidad, respondió “si ser excéntrico es hacer aquello que la media del país no hace, entonces sí lo soy: leo libros y hablo de ellos; en una nación como la nuestra eso resulta muy excéntrico”. Para Monsiváis, tener comportamientos marginales constituía una crítica frente a la realidad mexicana y su modo aletargado, autoritario y unívoco de concebir cómo debe experimentarse la vida. Por ello, en el recuerdo, celebro aquel desayuno extraño, anfibio y heterodoxo.

Una de las preocupaciones que surgió de manera repetida durante esa plática fue la ausencia de una cultura crítica y cívica en México. Monsiváis se quejaba de ciertos públicos que en ocasiones debía enfrentar: no entendían sus ironías, se quedaban instalados en la seriedad o la estupefacción. Según él, además del rezago educativo, eso también se debía a la dificultad de nuestra cultura para vincular libros y diversión, a nuestra tradición solemne que difícilmente asume la crítica y la risa como valores catárticos y propositivos, y por lo mismo, no valora la inteligencia. “El humor es un aliado de la inteligencia, mientras la solemnidad es una forma de neutralizar su poder corrosivo”, me dijo. En ese momento me explique el porqué de su fascinación por la sátira anglosajona y el cine mudo, tan propicios para la comedia, la invectiva y el sarcasmo. También recordé una de esas típicas declaraciones que lo hicieron famoso. El entrevistador le preguntó: “Si mañana fuera elegido presidente de la República, ¿cuáles serían las tres primeras cosas que haría?” Monsiváis contestó enseguida:

La primera, organizar para el día de la toma de posesión un carnaval en donde cada uno de los mexicanos se disfrazara del personaje que más detesta. Eso sería, desde el punto de vista psicológico, visual y cultural, muy interesante, y nos permitiría ver a millones disfrazados como el presidente anterior, millones como su vecino, su marido o su esposa. La segunda, obligar a que todos los discursos que se pronunciaran en esa solemne ocasión fueran cantados. Creo que uno de los grandes escollos de la vida política es que los discursos son hablados y no cantados. Si se atendiese más al aspecto operático, zarzuelero o de comedia musical de la política, los resultados serían más notables. Y la tercera, una vez que el carnaval hubiera alcanzado su apogeo, firmar mi renuncia irrevocable. Mi mandato duraría 24 horas.

Como se ve, para Monsiváis la ciudadanización del país implica desmontar la solemnidad, hacer trizas el acartonamiento político y ridiculizar las pretensiones demagógicas, actitudes todas surgidas del miedo a la crítica. Su columna Por mi madre, Bohemios fue una clara muestra de esa intención. Si el humor logra bajar del pedestal a quienes detentan distintas formas del poder, deja entonces de ser sólo un divertimento y se convierte en el método más efectivo para eliminar las jerarquías y crear conciencias autónomas. “La risa como metamorfosis del lector en librepensador. Esa fue mi consigna”, dijo, mientras se llevaba un melón enfrijolado a la boca.

Antes de conocerlo, me ocurría tener la impresión de saber ya quién era. Lo había leído hasta el cansancio y sin esperanzas de terminar todo lo que de su pluma había brotado: demasiadas cuartillas repartidas entre crónicas, artículos, prólogos, ensayos, ponencias y libros publicados. Una escritura inagotable, un polígrafo sin fin. Cada vez que comentaba con otros esas lecturas, resultaba que no coincidían mis juicios con los de mis interlocutores. Ellos lo habían escuchado en una entrevista y les parecía que estaba equivocado respecto a cierto juicio o afirmación. El fenómeno recurrente es que no lo habían leído. Poco a poco, me fui dando cuenta que Monsiváis, si bien era famoso, también era un escritor de pocos lectores o con malos lectores. El personaje era tan popular, que pocos se tomaban la molestia de ir a sus libros ‑en todo caso, alguno era asiduo a sus columnas periódicas. Monsiváis era, por lo que veía, un verdadero desconocido. En aquel primer encuentro, le pregunté al respecto; quise saber qué opinaba sobre la recepción de sus libros. Su desinterés en darle trascendencia a su propia obra salió a la luz: “Hablar de mí me resulta devastador, es una suerte de suplicio”. Sin embargo, estaba consciente del hecho. Ya en la década de los años setenta decía esto sobre el asunto:

Es muy entusiasmante publicar un libro porque, quieras o no, arribas a la contrición auténtica. No deja de conmover enterarte de que no saben qué publicaste, de que si saben no te han leído, de que si te han leído no te entendieron, y de que si te entendieron captaron tu verdadera naturaleza superficial y derivativa. Es una perspectiva conmovedora porque aceptas como insostenible cualquier presunción personal… Yo era bastante vanidoso antes de publicar. Ahora me he vuelto la humildad desaforada.

A unos pasos de nuestra mesa, se hallaba otro escritor: Emilio Carballido, ya en silla de ruedas, quien había ido a Monterrey a presentar el último número de la revista especializada en teatro que dirigía, Tramoya. Monsiváis se levantó a saludarlo. Al regresar, me dijo: “a pesar de la edad, mantiene toda su lucidez”. Mostró un gesto de pesar. “Uno no envejece solo, como suele decirse. Uno envejece con su generación. José Emilio, por ejemplo, se ha vuelto muy hipocondríaco. Cuando hablo con él, me cuenta del enfisema que padecen sus dedos del pie”, ironizó. “Me duele ya no poder hablar con Pitol por teléfono”, y por primera vez, Monsiváis se quedó en silencio.

Desde aquel desayuno, las cosas han cambiado mucho. Monsiváis dejó de existir y Monterrey dejó de ser una ciudad abierta para convertirse en una ciudad intramuros (donde el espacio público se halla secuestrado). Dos acontecimientos dolorosos que quizá explican porqué la última vez que fui a esa ciudad, me pareció un lugar difícil de asir, un espacio que sólo podía caminarse como si fuese uno un fantasma.

Muchas veces para lidiar con la ausencia, sólo nos queda el recuerdo. En el caso de Monsiváis, no ocurre así. Pervive y sobrevive en sus textos. Por lo demás, parecería que sigue escribiendo, cual espectro con energía inagotable: en este año ha publicado más que la mayoría de los escritores mexicanos vivos. Desde que murió han aparecido al menos tres nuevos libros suyos: Historia mínima de la cultura mexicana en el siglo XX (Colegio de México), Democracia, primera llamada. El movimiento estudiantil de 1968 (Secretaría de Cultura de Colima) y Que se abra esa puerta. Crónicas y ensayos sobre la diversidad sexual (Paidós/ Debate feminista). Además, la editorial Debate publicó una antología de sus crónicas bajo el título Los ídolos a nado, y apareció también un libro extraño, pero igual de significativo: ¿A dónde váis, Monsiváis? Guía del DF de Carlos Monsiváis (editado por Déborah Holtz y Juan Carlos Mena), una especie de Guía Roji que da cuenta del bizarro amor de Monsiváis por la Ciudad de México, recuperando algunos de sus más entrañables textos.

Como se ve, a Monsiváis le ocurrirá lo que a Alfonso Reyes: seguirá escribiendo por muchos años. Hace poco, al recibir un epistolario de su abuelo, Alicia Reyes, nieta del escritor regiomontano, dijo: “ay, mi abuelito, sigue escribiendo, no se cansa de publicar nuevos libros”. Para los lectores asiduos de Monsiváis, ese consuelo nos deja: seguramente seguiremos teniendo novedades suyas, recopilaciones armadas a partir de sus textos disgregados. En medio de la dispersión y extensión de su obra (la gran mayoría publicada en revistas y periódicos) faltan muchos otros libros por nacer. Un libro que a mí se me antoja mucho es el que está preparando la Cineteca Nacional, a partir de opiniones sobre cine que solía emitir en su programa El cine y la crítica, que durante años mantuvo, siendo muy joven, en Radio UNAM. Otro libro que se necesita es uno que recopile ese género que practicó cotidianamente y de muchos modos reinventó: la entrevista de autor.

En sus últimos días, Monsiváis escribió con ese optimismo irónico que lo caracterizaba lo siguiente:

Mis profundas disculpas, pero la salud es muy contraria a la cortesía… Mi estado de salud es precario, variable, rotundo y no está ponderado. Si ligo mi salud con mi edad, la encuentro perfectamente normal: si la ligo con el estado que quisiera, es un desastre. Describiría mi vida, vanidosamente, como la de alguien que nunca quiso dormirse en sus laureles porque sufría de insomnio crónico. Ya sin metáforas vergonzosas de por medio, la describiría con el entusiasmo que me causa, a estas alturas, agregar a mi lista otra causa perdida. Espero un pacto, con cualquiera de las potencias celestiales o demoniacas, que me permita preservar un poco leyendo periódicos o viendo algunos dvd antes que lo contenido en el término 'premio' se ajuste a las dimensiones de un féretro. Y sí, sí formulo un deseo: esparzan mis cenizas en el Zócalo para presumir en el más acá o en el más allá de un funeral céntrico.

En una película de Park Chan-Wook, aparece una frase que va conforme al tono que animan esas palabras del cronista: “Ríe y el mundo se reirá contigo. Solloza, y llorarás solo”. Durante sus excequias, una multitud estuvo a su lado. Fue un espectáculo que muy probablemente no le habría gustado protagonizar, pero sí observar. Alguna vez dijo que no tenía sentido “combatir con gestos aislacionistas al diluvio poblacional”, que en todo caso era necesario siempre “hallarle los lados positivos al alud”. Ser solitario que convivía continuamente con las masas, Monsiváis cumplió a cabalidad el estereotipo y el destino del “cronista”: la soledad frente a la multitud, el desconocimiento vs. la fama.

Al decir adiós aquel día en que lo conocí, Monsiváis se despidió con un poco de prisa y con el ímpetu de quien desea seguir atestiguando, solitariamente:

-Me voy al MARCO, hay una exposición que tengo muchas ganas de ver antes de irme.



[Nota: una versión de este texto apareció en la revista Armas y letras, núm. 72-73, julio-diciembre de 2010, pp. 88-91].

26 de mayo de 2011

Sueño redentor

Soñé que iba en un auto con mis padres y mis tíos (evangélicos todos). Les decía: "yo nunca me casaría con alguien que practique su religión". Y aunque estallaba un profundo silencio, me descargaba de una culpa inconcebible.

22 de mayo de 2011

Jam de escritura tuitera

Este miércoles 25 de mayo participaré en un jam de escritura tuitera, dentro del ciclo "140 caracteres" organizado por el Conaculta y el Instituto Nacional de Bellas Artes. A diferencia de otras mesas de este ciclo en las que se reflexionaba sobre los vínculos entre Twitter y Literatura, la propuesta es tener una sesión en vivo en la que los participantes improvisaremos tuits a partir de las propuestas del público.

Los participantes seremos Óscar Esquivel Gastélum (@RockStroke), Víctor Hugo Barrera (@Altanoche) y yo (@jezsalazar). El evento comenzará a las 19:00 hrs., se desarrollará en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia (Nuevo León 91, Col. Hipódromo Condesa) y puede seguirse a través del hashtag #140cc.

Acá dejo la invitación:

[Pulsar sobre la foto para agrandar la imagen]

21 de mayo de 2011

"Escritos a mano" de Esther Seligson

Este martes 24 de mayo Vicente Alfonso, Mijail Lamas y yo presentaremos el libro póstumo de Esther Seligson titulado Escritos a mano. El evento se efectuará a las 19:00 hrs. en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia (antes Centro de Lectura Condesa). Por acá la invitación:

[Pulsar sobre la foto para ver en detalle la imagen]

26 de abril de 2011

Twitterelatos

La Biblioteca de Santiago lanzó el año pasado (2010) el concurso TwitteRelatos, donde usuarios de distintos lugares del mundo mandaron su historia a @BibliotecadStgo para comenzar a formar la primera biblioteca de cuentos en formato twitter. Un jurado elegió los que consideró los 16 mejores cuentos, siendo éstos ilustrados por artistas chilenos. Aquí dejo algunos de ellos:













El resto pueden consultarlos por acá en formato de video, o por acá en formato postal para enviar a amigos.

23 de abril de 2011

Anotaciones en torno a un tiempo ido

La que ya no es regresa, y su ausencia devastadora

me invade y me engulle

Henri Michaux


De entre las formas del olvido me sorprende la inscrita en la imagen fotográfica. Buscando una cita de Susan Sontag en torno al silencio como una forma del lenguaje, caen de las páginas de sus Estilos radicales unas fotografías que no reconozco. Se trata de dos instantáneas que me provocan cierto grado de incertidumbre. ¿Quién las tomó? ¿Qué es lo que se observa en las fotos? ¿De quién es la piel y el rostro que es posible percibir, vagamente, en ellas?


Fotografía 1

La fotografía retiene, estática, la imagen de una mujer riéndose. En principio semeja el retrato de una carcajada en movimiento y por lo mismo borrosa. Aunque también podría tratarse de otro evento: un estornudo, el inicio de una caída, algún tipo de gesticulación o aspaviento. Las interpretaciones posibles se multiplican y los malentendidos parecen apoderarse de mi mirada, al grado de no poder entender ante qué se encuentran mis ojos. En cualquier caso, se trata de un rostro transfigurado que no logro identificar. ¿Habrá sido alguna amiga? ¿Mi hermana (a quien no recuerdo haberla visto nunca reírse de esa manera)? ¿Se tratará de una imagen que yo mismo tomé? ¿Cómo llegó a este libro que hace años no sostengo entre mis manos? Intento hallar huellas, alguna pista en la imagen. No hay fechas. Tampoco logro identificar el lugar, parece una sala o un restaurante, pero en el archivo de mi memoria no existen referencias que pueda cruzar, detalles que empalmen con los tonos y los perfiles de los objetos aquí presentes: los marcos de las ventanas, el decorado de las puertas del fondo. Afuera, ¿hay un jardín? Imposible saberlo. No obstante esta impenetrabilidad de la imagen, hay algo que me atrapa como un imán. Quizá tenga que ver con la composición del cuadro, la perspectiva que da el ventanal, lo difuso del contorno del rostro y el cabello, como si una corola divina o un aura brillante cubriera a la protagonista de este cuadro acaso feliz. Me resulta una imagen nada estática pero sí extática, en las costuras del delirio, al borde del éxtasis. Quisiera saber de quién se trata y cuál es la historia que se encuentra detrás. Pareciera como si un velo me negara el acceso a tal verdad.


Fotografía 2

Sostengo entre mis manos la segunda fotografía, aun más misteriosa. Se trata de una imagen borrosa y contrastante. Una superficie brillante, casi blanca, resalta sobre el fondo grisáceo. Pareciera tratarse de retazos de luz suspendidos sobre una sombra, oculta ésta en el centro del retrato, en segundo plano. Vista de este modo, la imagen resulta sin sentido, acaso sólo el resultado de un disparo azaroso de la cámara. No obstante, conforme fijo la mirada, entiendo que se trata de una porción de piel. Quizá una espalda, antebrazos, los dedos de una mano… ¿Estaré viendo dos cuerpos misteriosamente entrelazados? El carácter claroscuro de la fotografía y la ambigua forma corporal que proyecta, es lo que le da cierta belleza a la imagen, de por sí llamativa por la incógnita que resguarda. Algo me dice que la memoria, después de tantos años, me juega chueco. Que algún día esa piel tuvo total claridad y sentido para mi tacto y mi vista; acaso fue la piel de un ser que un día amé y ahora un velo censor me evita contemplar en plenitud. La perfección imaginada va acompañada siempre de detalles minúsculos. Después de largo rato de admiración devota, me percato de un breve lunar, situado en el centro inferior de la figura. Tal hallazgo me provoca cierto escozor y molestia: ¿si fue mía, cómo pude olvidar ese hermoso detalle? Concluyo que estoy viendo el perfil superior de un muslo y dos piernas que salen de éste, las extremidades inferiores de un cuerpo postrado sobre una cama; sin embargo no puedo estar seguro de ello. Tengo la sensación de estar recordando con la memoria de otro, de estar inventando un pasado inédito. De inmediato aparecen en mi cabeza unos versos de José Ángel Valente: “Un torso de mujer desnudo en el espejo / como fragmento de un desconocido amor. // Y ahora quién podría / descifrar este signo, / reconstruir lo nunca ya después vivido, / reanimar, exánime, el adiós”.


El boleto

De otra página del libro cae un boleto de camión que resulta revelador. El recorrido: Cuetzalan-México D.F. De inmediato se desata en mi cabeza una especie de vida alterna, oculta en mi memoria más soterrada. Como si despertara de un sueño entiendo instantáneamente que es ella. Ese rostro es de ella, transfigurado por el tiempo, extraviado en una especie de limbo. Y esa piel es la que me hizo salir de mí e inventarme esta otra vida, que desde entonces cargo a cuestas. El poder del olvido es colosal, no puede medirse, salvo en las grafías inscritas en un boleto: Cuetzalan, un lugar en la cordillera de Puebla, al que nunca debí acudir, mucho menos en su compañía. De pronto me siento aturdido, mareado, como si alguien me hubiese golpeado y noqueado. Me parece estar viviendo las madejas de un sueño, atrapado en las redes de la irrealidad. Enseguida me parece que toda mi vida ha sido una mentira o, en el mejor de los casos, la alucinación de un loco que en el lapso de unos minutos ha vuelto a abrazar el tronco de lo real. El boleto muestra el paso de los años y tiene el color de esos objetos que han estado expuestos a los vejámenes del tiempo. Corro al espejo para comprobar si lo que estoy viviendo es verdad y observo que mi rostro ha envejecido todos esos años que estuve escondido detrás de otro rostro.


Del archivo íntimo

Las revelaciones suelen reproducirse una tras otra. Es como en los caleidoscopios, a través de los cuales observamos cómo ciertas visiones, por demás insólitas, remiten a otras nuevas, cada vez más enigmáticas y bellas. El boleto de Cuetzalan me ha hecho recordar ahora una película de David Cronenberg. En ella un hombre lleva una vida tranquila en un pueblo recóndito hasta que, para salvar a su negocio y a sus amigos, asesina a un par de maleantes, aparece en las noticias nacionales como héroe local, y es reconocido por sus antiguos camaradas de la mafia, que buscarán liquidar las cuentas pendientes que dejó atrás. El pasado es un espectro voraz que siempre vuelve y asedia. Al final, el protagonista resuelve ir en busca de ese ayer para poder retomar su vida. De la misma manera decido ir a casa de mis padres, donde hace años dejé algunas cajas con papeles y cartas, recuerdos que supuse nunca necesitaría más. Decido regresar porque a pesar de haber reconocido su rostro, no termino de completar las piezas del rompecabezas y por alguna razón creo que ahí podré encontrar alguna respuesta. Me muevo a partir solamente de la intuición, ese mecanismo que suele privilegiar el destino.

En principio pareciera que no logro mi objetivo. Muchos documentos inútiles, la burocracia personal subsume las pocas señales del pasado íntimo. No obstante, entre un certificado escolar y una solicitud de empleo, encuentro unas páginas sin fecha, que me remiten nuevamente a ella. Percibo su letra con cierto cariño desconocido, como si la conciencia de la pérdida me invadiera. No logro recordar, aún, si alguna vez tuve en mis manos esta carta. Es como si un pasado real, pero inédito, de pronto surgiera de la nada. Transcribo aquí un fragmento de lo leído:

Tardan las cartas y no son suficientes para decir lo que uno quiere. Desde que te fuiste de viaje paso las noches en penumbra. Sé que vas en busca de ti, de tu destino o tu misterio. Pero también creo que se trata de una huida. Piénsalo así: si el placer del viaje no proviene del lugar al que se llega sino del encuentro con aquella otra realidad que eres tú estando en otro lado, también es cierto que ese hallazgo (sólo posible en la travesía) no te pertenece sin aquellos que te aman; sin la memoria de aquellos que viven en ti, aun estando ausentes. Lo creo fervientemente. Obviamente no se puede volver si antes no se ha partido. Pero tampoco se puede volver sin el recuerdo.

Alguna vez me dijiste esto sobre el viaje: ‘la esperanza sólo es el verbo del viaje. Nunca su destino’. Te equivocabas. Es verbo y destino: sentido, porque en esto del viaje no se llega nunca, sólo se aprende que la vida es ir y venir, fluir a ciegas. El arribo sólo se alcanza cuando logramos descubrir esa región que se encuentra justo al centro de nosotros mismos. Esa región que nos hace sentir extraños en nuestra propia casa o cómodos en tierra extranjera. Sí, creo que todo buen viaje nos hace diferentes, nos vuelve otros: no somos los mismos. O quizá no es que el viaje nos modifique. Es sólo que nos permite ver cómo ya nos habíamos transformado. Y cuando tal cosa ocurre, sólo cabe esperar acostumbrarnos a ver ese nuevo rostro en el espejo, para sentirnos bien.

Me da gusto y tristeza a la vez que te hayas dado cuenta que sólo si vives mi pérdida (mi ausencia total) es posible cualquier futuro juntos, cualquier nuevo ‘nosotros’. Por el momento es muy lejano y es mejor no pensar en ello. Creo que el amor es lo más extraño al hombre (una fuerza que lo invade y lo posee, un demonio) y también lo más entrañable. En estos días es quizá lo que siento por ti: extrañeza y extrañamiento. Dos palabras que se hermanan como algún día lo estuvimos: inseparables. Hoy la historia y el futuro se han vuelto tan distintos. Y lo conocido resulta de pronto tan ajeno...

No sé. Creo que no he dicho lo que quería. Tal vez intentaba decir algo más. Otra cosa que hoy me rebasa. Que me rebasa siempre que estoy frente a ti. Quizá esto era lo que quería decir:

(Me da tanto miedo que me olvides al irte, que me dejes otra vez)


Avidez de olvido

Las palabras que renacen de la historia personal configuran un sortilegio del que es difícil escapar. Ciertas frases están ligadas a un amor pasajero, así como los espacios que un día habitamos con alguien, no nos abandonan a pesar del deseo que tengamos por desertarlos. La memoria no es ajena al olvido, se constituye a partir de él. Sin esa selección de recuerdos que realizamos a diario, sería imposible vivir. Una vez fui feliz a su lado, pero eso terminó en medio de fatigas y confesiones dolorosas. Fue tal el ansia y la voluntad por alejarme del horror diario de vivir ajeno a sus movimientos y su presencia, que decidí enterrarla en el olvido. Destruí (eso creí en aquel entonces) todo lo que me remitiera a su existencia: regalos, fotografías, números telefónicos. Me alejé decididamente de los amigos comunes. Cambié de trabajo y de casa; procuré establecer nuevos recorridos cotidianos; conocí otra ciudad a la que hasta ese momento había habitado. Nada sirvió y fue entonces cuando decidí emigrar. Pasé diez años fuera del país, luego de vivir alegrías y miserias. No me enorgullece aquella época pero tampoco la desprecio. En una ceremonia de santería, en Cuba, un hombre me dijo que podía lograr que la olvidara; le creí y eso bastó. Cuando volví, era otro y de algún modo, en efecto, ya no la retenía mi memoria. Pero siempre quedan vestigios. Es imposible desaparecer todas las huellas. Un par de fotografías escondidas en las páginas de un libro, un boleto de camión, una carta acaso nunca recibida, bastan para que el trabajo de años quede derruido, y la memoria, con su peso indescriptible, traiga de vuelta los miedos ancestrales y las sombras de antaño.

En un cuaderno de notas he hallado el último de los rastros que sobrevivieron a la quema de mis naves. Se trata de una anotación hecha pensando en ella, deseando su desaparición. La leo y el sentido que tienen estos signos negros no es el mismo que cuando los escribí. Sin embargo, hablan de lo que hubo en ese tiempo que ha dejado de ser ilusorio, que ahora estoy convencido existió. He aquí las palabras de ese otro que fui yo:





[Texto: Jezreel Salazar / Fotografías:
Érika Ruíz Vitela]