31 de enero de 2011

Brevísima nota sobre Aronofsky


En The Wrestler (El luchador, 2008) Darren Aronofsky profundiza en el tema de la lucha contra uno mismo. Más que la actuación de Mickey Rourke (Randy) y el tan bien logrado relato de una caída, lo mejor de la cinta es sin duda la oposición entre las dos vidas del personaje principal. Mientras en su vida arriba de los cuadriláteros Randy es un ídolo y todos lo reconocen (incluso en una firma de autógrafos decadente), en su trabajo cotidiano se trata de un tipo anodino, cuyo jefe es un empleado de tercer nivel que lo trata pésimo, igual que el resto del mundo (una anciana lo humilla obligándolo a aumentar y reducir arbitrariamente puré de papa en su papel de tendero). Tan separadas son ambas líneas de vida que en el momento en que se ve desvanecida la frontera que las separa, la trama se resuelve. Cuando un cliente reconoce a Randy como el antiguo gran luchador que fue, el destino del protagonista se define y decanta hacia una de las dos esferas de su mundo, aún a costa de su propia vida.

Algo similar ocurre en The Black Swan (2010), la última película de Aronofsky. Natalie Portman encarna estupendamente a una bailarina (Nina Sayers), cuya disputa por lograr interpretar al Cisne Negro en el "Lago de los cisnes" la enrola en un despiadado proceso de maduración, reconocimiento y autodestrucción. Se trata del relato de una metamorfosis: conforme Nina comienza a descubrir su lado oscuro, la existencia deja de estar asentada en certezas y comienza a visualizarse como un espacio en donde realidad y fantasía, deseo y verdad, no tienen asideros firmes y se confunden. Cuando la metamorfosis concluye, la duplicidad del personaje desaparece y la tragedia narrada por el "Lago de los cisnes" pasa de la ficción a la realidad, terminando con cualquier ambigüedad que hubiese tenido el espectador.

Sin duda, Aronofsky es un notable edificador de personajes escindidos y relatos que giran en torno a la auto-aniquilación humana. Si uno recuerda Requiem for a dream (Réquiem por un sueño, 2000) o Pi (El orden del caos, 1998), es claro que el universo narrativo que construye su cinematografía no deja muchas puertas de salida o salvación. Como si cualquier tentativa de introspección en la psique o el alma no procurara sino un abismamiento mayor.

12 de enero de 2011

Anti-turismo

Llegamos aquí de noche y sin quererlo. Fue el producto de una equivocación. No es algo extraño, nos dijeron. “No son los primeros; muchos se dan cuenta hasta que llegan a San Isidro, donde ya no hay carretera, y entonces tienen que regresar a este pueblo a averiguar qué les ocurrió”. Al parecer los turistas que llegan aquí sólo lo hacen por error. Pensábamos que estábamos cerca de Loreto, pero no, nos habíamos desviado y ahora nos encontrábamos a más de 200 kilómetros. “Debieron dar vuelta allá en Ciudad Insurgentes a la derecha. Existía un letrero pero se lo llevó el huracán Jimena. Ahora o regresan hasta allá y toman la ruta correcta o se siguen dos horas por terracería, pero no creo que su coche la atraviese”.

Claro, para llegar aquí fue necesario cruzar un calvario de baches, una carretera infame. El pueblo se llama La Purísima, se encuentra en medio del desierto y es el perfecto lugar para practicar el anti-turismo: es viernes por la noche y estamos rodeados por apenas 6 o 7 cuadras mal iluminadas, hay un puesto de jochos y otro de tacos, la comisaría y una cancha de donde surge alguna risa; nos hemos instalado en una posada con cuartos modestísimos, piso de cemento y televisión con Sky. ¿Qué puede explorarse en tan inhóspito e inesperado lugar, un sitio que sólo posee 434 habitantes?

Salimos a recorrer calles: prácticamente vacías. En una tiendita, pobremente surtida, nos proveemos de unas donas y unos yoghurts para cenar. Nos cruzamos con tres militares que caminan en la penumbra. Temblor de piernas. “Buenas noches”, dice uno de ellos. Apenas tenemos estómago para responder el saludo. Se siguen de frente y nosotros también, en medio del frío. Para citadinos defeños el ejército todavía no es parte del paisaje habitual.

Veo un letrero en piedra donde nos enteramos que estamos en un lugar donde tuvo lugar una de las misiones jesuitas fundadas en el siglo XVIII:



“Todavía escriben dió con acento. Aquí todavía no llega la revisión de la RAE de 1959” –me dice mi acompañante. Pienso que seguramente algún nieto mío dirá dentro de cuarenta años “mi abuelo todavía escribe sólo con acento, le pasaron desapercibidos los cambios de la RAE del 2010”.

Seguimos caminando hasta llegar al centro social del pueblo. “Policía de Comundú” dice una camioneta oficial estacionada en el lugar. Nos asombra ver un mural que narra la historia del pueblo. Las escenas están numeradas y explicadas. El listado me resulta insólito:

1. Encuentro de culturas
2. Fundación de la misión
3. Florece la agricultura
4. Obras en el gobierno del General Domínguez (nativo)
5. Exploración de PEMEX y destaca el deporte local a nivel nacional
6. Nuestras tradiciones
7. Época actual

Al ver el mural, la estupefacción se incrementa sobre todo con las ilustraciones de los puntos 6 y 7. La primera me hace temer que estamos al interior de una película de cine gore, una cinta en la que se arriba por accidente a algún lugar desconocido, que al final resulta aterrador por las prácticas satánicas que ahí se realizan. Un Texas Chain Saw Massacre a la mexicana:

La otra imagen es lacónica y persuasiva. Frente a un pasado fundacional y floreciente, el presente se observa de esta manera:


Volteamos a nuestro alrededor. La “época actual” no sólo es precisa, sino muy deprimente:


Quizá por ello, frente a esa narrativa tan poco esperanzadora, en la última escena del mural el futuro adquiere forma interrogativa:


Nos encaminamos hacia el hotel. Son apenas las 9 de la noche. Decidimos quedarnos fuera del cuarto, sentados en dos sillas, contemplando estrellas:


Al amanecer descubrimos que pasamos la noche a las faldas de esto: