14 de diciembre de 2015

Sueño ajeno

Soñé con vos.

Estabas sentado en una especie de trono, que era enorme, tan grande que parecías un niño postrado en él. Tu semblante lucía triste y aburrido, lo cual resultaba extraño porque muchas jovencitas bailaban a tu alrededor vestidas con indumentarias transparentes que te permitían ver sus curvas y sus movimientos lúbricos.

Por alguna razón comenzabas a llorar sin control. Las mujeres te acariciaban, te besaban, te provocaban con sus movimientos voluptuosos, para detener tu llanto, pero de tus ojos brotaban lágrimas gigantes que en poco tiempo comenzaron a inundar la habitación.

Había una mujer dormida sobre el piso, justo en el centro, frente al trono. Tus lágrimas comenzaban a mojar su cuerpo como si fueran un suave oleaje.
   
        - Deja de llorar, la vas a ahogar con tus lágrimas -te comentaba mi voz.

Brincabas de tu trono, te acercabas hasta la mujer dormida, la tocabas con tu báculo de oro para comprobar si estaba viva. Tus lágrimas ya habían cubierto su cuerpo casi por completo, pero seguía dormida.

      - No te le acerques, déjala dormir -te advertía mi voz.
      - Eres tú -me decías.
      - ¿Yo?
      - Sí, estás soñando.

Yo me acercaba hasta la joven para verla de cerca. Efectivamente era yo.

      - Déjala dormir -te advertía mi voz.
      - No importa, estás soñando, en los sueños todo es posible, sin reglas, sin límites -contestabas con una sonrisa, mientras te elevabas en el aire, flotando.

(En el sueño realmente no había diálogos, tal vez era telepatía o lo estoy imaginando en este preciso momento en que recupero la memoria de insomnio onírico).

      - Oye, ven, vamos a volar -me movías, me despertabas.
      - No puedo -te respondía.

Comenzabas a flotar otra vez sobre el aire como Peter Pan, y me tendías la mano para que te siguiera. Flotábamos sobre las cabezas de las mujeres de tu harem, que continuaban en algarabía. Volábamos sobre un jardín, haciendo piruetas de circo, elevando y bajando nuestros cuerpos, acelerando y alentando la velocidad del vuelo. Nos divertíamos, sin razón.

      - ¿A dónde vamos? -te preguntaba.
      - A donde quieras, esto es un sueño, puedes ir a cualquier lugar -contestabas; y enseguida despertaba yo abruptamente.

***

Me descubro muy cansada; mis omóplatos, mis piernas, mi cuerpo en su conjunto me duele como si hubiera hecho demasiado ejercicio. A pesar de ello, tengo muchos deseos de bailar.

14 de marzo de 2015

Sobre la decepción

La decepción tiene nombres propios. Ciertas personas la encarnan. Generalmente personas cercanas o que pudieron serlo. La amistad es una fe quebrantable. En mi historia el desengaño tiene tres o cuatro nombres. Vínculos de largo tiempo o apenas en gestación. En todos los casos, sujetos a quienes les otorgué diversos grados de confianza que, de un modo u otro, quebrantaron o incluso utilizaron contra mí. También a veces el desengaño toma la forma de la ingratitud: apuestas a favor de alguien que a tus espaldas hace trampa en tu contra. O el caso más doloroso: cuando sin razón de por medio y a través del silencio, un amigo hace de un vínculo duradero, pura lejanía, dejando en profunda sombra lo que un día fue luz.

La pérdida de afectos es un drama íntimo y público: les ocurre a todos en un escenario sin espectadores visibles. Y además es recurrente: cada tanto el ciclo se renueva, como si el desencanto fuese un designio sin fin. Pero no todo desgarro posee la misma profundidad ni duración; cada uno construye su propia naturaleza y adquiere significados radicalmente distintos. Podemos procesar el adiós de distintos modos de acuerdo a si hubo restitución o no, si la sinceridad permitió re-anudar el vínculo o hacerlo jirones por completo, y también en función de cómo la distancia apareció de forma súbita o fue partida gradual. A veces, la violencia de la ruptura es lo que impide recordar ciertos rostros sin resentimiento; o el descubrimiento a posteriori de hipocresías y palabras falseadas. Otras veces son formas de la tontería (inmadurez, ingenuidad y otras deficiencias emocionales) las que gestan el color amargo que adquieren los recuerdos de quien se fugó del nicho que ocupaba en el propio cuerpo. Esa cavidad que no puede ocupar nadie más (pues sólo a aquel le era destinada) es un territorio al mismo tiempo propio y ajeno, hasta que no es expropiado por quien decidió abandonarlo, cambiando su condición de nativo para convertirse en desertor.

Traición y tradición tienen el mismo origen etimológico: del latín traditio, traditionis, implican entrega, transmisión. Pero en “traición”, la “tradición” ha perdido la “d” intermedia, y con ella el sentido positivo, cargándose de acusación. “Traición” significa por ello sí entregar, pero al otro bando, al enemigo. Y el enemigo en los vínculos afectivos siempre es la desconfianza, la pérdida de fe en el otro, el abandono de la confidencialidad. El espacio de las confesiones, tan propio de la amistad, actúa como burbuja en el aire: mientras dura es perfecta, hasta que alguien saca la aguja y el mundo se desploma en toda su imperfección. Es como despertar hacia una pesadilla en donde quien nos daba la mano para salvarnos, nos la corta de un tajo para contemplar, sin remordimiento, nuestra caída.

Debería decir aquí que yo también he desertado, huyendo de afectos y de espacios en donde los secretos eran un don valioso proferido por alguien más. Y aunque he intentado subsanar la atmósfera que mi traición contaminó, no siempre esto ha sido posible o fácil. La asfixia deforma, a veces, sin remedio. Difícil describir cómo se modifica la mirada de quien alguna vez confió en ti. Veo los rasgos de mis desengaños en el espejo de esos rostros decepcionados de mí. Es como si la epidermis de una cara se desfigurara, como si una máscara naciera de sus entrañas. Pareciera que uno va por la vida coleccionando caretas intercambiables, como si todo fuese un baile de disfraces en donde los roles se truecan continuamente, y uno por momentos se mueve como el villano infame y en otros como la víctima que corre a consolarse, discretamente, en un rincón del salón.

Puesto que yo he querido ocupar en memorias ajenas un lugar no edificado por la vileza, quisiera tampoco recordar ciertos rostros con resentimiento. Pero no siempre es posible. Ya se sabe que la tirria es una ramificación del cariño y que estar conscientes de ello no asegura que podamos escapar al laberinto del rencor. El resentido ha transfigurado su apego en animadversión, pero no ha abandonado el afecto. ¿Es posible que lo haga? Sólo él puede saberlo. El dolor o la incomprensión nacidos de la deslealtad son trampas difíciles de sortear. Confieso que por mi parte no siempre lo he conseguido. Hay quienes quedan fijos en la parte más oscura de nuestra memoria. Y no podrán fugarse aunque quieran: se quedarán ahí para siempre.